No quería besarlo porque lo iba a manchar. Eso me decía la razón.
El deseo me contaba que lo quería tomar con las dos manos frías y envolverlo. Hasta sentir que mis manos y su cara fueran una sola cosa.
Los labios carnosos, inquietantes, titubeaban cosas lindas. Pero se callaron y comenzaron el juego de perderse en un sitio húmedo ya conocido.
No respiraban, enloquecían furiosos. Eran dos gotas rojas que caían incansablemente. Gotas que formaron un mar rojo. Este mar rojoinfinito se renueva, mancha al que se acerca.
Es una marca que atrae a otros labios.
Entonces, ¿Qué hacemos?
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